Entrevista aparecida en El País:
Finalmente, en febrero de 2012, cuando ya se especulaba incluso con lo nunca visto, que conservase el puesto en un Gobierno de signo contrario, le llegó el turno. Se fue como casi nunca se van los cargos políticos, con elogios del nuevo ministro del Interior, y la sucesora, María Seguí, prometiendo “seguir sus pasos” en lugar de anunciar, como es habitual en un cambio de Gobierno, borrón y cuenta nueva. Hoy, el más mediático de los directores de Tráfico, el que metió la seguridad vial en la agenda política y redujo el número de muertos en carretera de 4.000 a 1.479 al año, vive en Rabat y lleva una vida muy distinta, alejada de los focos.
— “¿Has visto? Tenemos un famoso en la embajada”, dice uno de los diplomáticos españoles en Rabat mientras le da unas cariñosas palmaditas a Navarro, desde hace nueve meses consejero de empleo en la Embajada de España en Marruecos. Navarro agradece el cariño, pero está incómodo con el cumplido. Este ingeniero industrial, exgobernador civil de Barcelona y de Girona e inspector de trabajo, pudo elegir entre Rabat y París como nuevo destino. “Hay amigos míos que piensan que venir a Marruecos ha sido un castigo. ‘Pero Pere, con la proyección que tú tenías’, me dicen... Yo vine aquí porque creo que eres viejo cuando pesan más los recuerdos que los proyectos, y no quería convertirme en una de esas personas que están siempre hablando de lo que han sido, de lo que han hecho. Elegí Rabat porque pensé que iba a descubrir mucho más aquí”.
—¿Cómo conducen los marroquíes?
—Tienes que meter el morro. Pueden venir de cualquier dirección porque en Marruecos todos los movimientos están permitidos. Las señales son solo una sugerencia.
Con un parque de vehículos de 2,95 millones —en España es diez veces superior—, Marruecos tiene una altísima mortalidad en carretera: 4.055 muertos en 2012 —el doble que en España—; el casco es obligatorio, pero muchos no lo llevan y apenas hay controles de alcohol —“como está prohibido por el islam...”—, pero Navarro asegura que se ha adaptado perfectamente. “Por un extraño mimetismo, te integras y terminas conduciendo igual que ellos”.
—No me dirá que habla por el móvil.
—No, pero aquí el móvil lo idolatran, es difícil convencerles. Aunque el otro día cogí un taxi, llamaron al taxista y paró para hablar durante diez minutos, conmigo dentro y el taxímetro corriendo.
Navarro no miente. Conduce como un marroquí más, metiendo el morro —“aquí, ceder el paso es signo de debilidad”—, y ahora es el coche —el mismo Seat Altea que tenía cuando era director de Tráfico, pero ahora con flamante matrícula de Cuerpo Diplomático— el que le avisa de que se ponga el cinturón. “En esto están como España hace años, cuando había camisetas con el cinturón dibujado y estaba buscadísimo el certificado médico eximiéndote de usarlo. Los marroquíes están pasando ahora fases que nosotros ya pasamos”.
Y no solo en el tráfico. “Los españoles vienen a quitarnos el trabajo”, se queja un marroquí en la Medina de Rabat tras preguntar a Navarro por la familia y la salud. Con el pinchazo de la burbuja inmobiliaria, muchos españoles fueron a trabajar en la construcción en el país vecino, y muchas de las grúas que ahora se apiñan en Marruecos han sido compradas en liquidaciones en España. “Aquí está pasando una película que ya hemos visto: empiezas a ver promociones que machacan el paisaje y grandes bloques de viviendas sin ningún sentido”, explica Navarro. “En Marruecos hay trabajo para todos, otra cosa son las condiciones”. En todo caso, la legislación exige que para emplear a un extranjero ha de publicarse en dos periódicos de tirada nacional, uno francófono y otro árabe, un anuncio para asegurarse de que no hay ningún parado local interesado en ese puesto.
“Mi misión ahora es ayudar a los españoles que trabajan aquí y a los que quieran venir. Marruecos es estratégico, pero hay muy pocos españoles (menos de 8.000). El reto es desmontar los prejuicios y que vengan más”. Lo dice en la marina de Rabat, en la terraza del restaurante Al Marsa, de Pablo Gismera, un cocinero de Algeciras que se vino hace cuatro años a Marruecos y que suele enviar paellas al palacio real. La estampa es casi perfecta: la desembocadura de un río, un tranvía, una hermosa torre... y un enjambre de apartamentos de lujo en construcción diseño de Norman Foster.
—¿Con la crisis en España, Marruecos es una oportunidad para los españoles?
—La crisis es un marrón y una corrección de errores y malos hábitos. Hubo una época en que nos creíamos los reyes del pollo frito y dábamos lecciones a todo el mundo. Ahora nos están poniendo en nuestro sitio. Marruecos es una escuela de humildad, volver a los básicos. Ni Harvard, ni Stanford, el mejor máster es un año en Marruecos: quedará preparado para la vida”.
Rabat le está permitiendo, no obstante, algunos lujos. Por primera vez en su vida se ha hecho un traje a medida —“aquí es muy barato, aunque hay que ir muchas veces a probar”—; y lleva un reloj de marca de 6.000 euros —el original, a él su imitación le costó 20 en la Medina, un laberinto de puestos en los que se puede comprar desde dátiles a la equipación del Barça con la senyera—. Eso sí, el invierno ha sido duro. “Hace muchísimo frío y no hay calefacción. El cónsul dice que este es el país donde más frío ha pasado, ¡y estuvo en Rusia! Dejas de leer en la cama para no sacar las manos. Ese es el nivel de frío que hace en Marruecos en invierno”.
Pero está entusiasmado. Repite cada cinco minutos “lo bonito”, “lo barato”, “lo nuevo” que es todo. Le divierten las diferencias. “Por ejemplo, la religión. Aquí es muy sencillo: un solo Dios y un profeta. Cuando explicas que nosotros tenemos Dios padre, hijo, Espíritu Santo, y que comemos el cuerpo de Cristo, te miran sorprendidos”. Tampoco comprenden la crisis de la casa real española. “Aquí es obligatorio tener la imagen del rey en los establecimientos: si vas a un concesionario, verás a Mohamed VI con un coche; en una maternidad, con un bebé en brazos... Los marroquíes tienen grabada la imagen de don Juan Carlos —que viaja mañana a Marruecos— con lágrimas en los ojos en el funeral de Hassan y le tienen mucho aprecio. No entienden los conflictos en España con la monarquía”.
—¿Y habla mucho con su sucesora, María Seguí, o como Aznar y Rajoy?
—Ella sabe que mi teléfono está abierto. De haber algo importante, nos llamaríamos.
—Y el plan de subir la velocidad a 130, ¿le parece alta traición?
—Me preguntan extrañados desde Latinoamérica si es verdad. Visto desde fuera no se entiende. La seguridad vial es una política de Estado. Ha de ser previsible, coherente.