El glaucoma es una enfermedad del nervio óptico que se produce, en la mayoría de los casos, por la acumulación de humor acuoso –el líquido del ojo– en el interior del globo ocular, ocasionando sobrepresión y elevación de la presión intraocular. Afecta al 1,5% de la población, aunque la incidencia aumenta al 2% por encima de los 40 años. Y, aunque la puede sufrir cualquier persona, enfermedades como la diabetes o miopías altas, problemas circulatorios, hipertensión arterial y antecedentes hacen que exista una mayor predisposición.
El glaucoma provoca un deterioro progresivo de la visión y no duele, por lo que, a veces, quienes lo sufren van acostumbrándose a su estado visual, sin detectar el peligro. No obstante, provoca una serie de defectos visuales que deterioran la capacidad de conducir con seguridad: provoca visión borrosa, dolor de ojos y fatiga ocular, dolor de cabeza y, a veces, náuseas y vómitos, halos coloreados alrededor de las luces, visión pobre con poca luz y una importante reducción del campo visual (algunos lo comparan a una mirada a través de un tubo).
Según la amplitud del ángulo iridocorneal se puede clasificar en glaucoma de ángulo cerrado y abierto. En el primero, existe una disminución del ángulo iridocorneal, el cual está formado por la raíz del iris y la córnea. Suele cursar de forma aguda, con elevación brusca de la presión intraocular, dolor intenso, disminución de agudeza visual, visión de halos alrededor de las luces, enrojecimiento del ojo (ojo rojo), dilatación de la pupila (midriasis), náuseas y vómitos. Esto ocurre frecuentemente cuando la pupila se dilata, lo cual provoca en las personas con un ángulo iridocorneal cerrado un bloqueo de la red trabecular por parte de la zona exterior del iris. Esta situación requiere un tratamiento urgente e inmediato.
En el glaucoma de ángulo abierto, el ángulo iridocorneal es normal. La evolución es lenta, no existen síntomas aparentes pero se deteriora progresivamente la visión, por lo que se le ha venido a llamar "el ladrón de la vista".