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¿Quién va a pagar las autopistas?Imprimir
7 de Septiembre de 2012
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¿Quién va a pagar las autopistas?

Según Joan Ridao se trata de ver cómo se hace sostenible la red viaria de alta capacidad e introducir, de paso, la cultura del “nada es gratis”.

El debate sobre quién debe pagar los servicios públicos está desde hace tiempo en la opinión pública y es especialmente sensible cuando se refiere a sectores como la sanidad, donde se imponen copagos disuasorios/recaudatorios a los usuarios. Salvando las distancias, el debate es también necesario en un ámbito como el de las infraestructuras. La construcción y mantenimiento de red viaria, o el rescate, tras la quiebra, de las autopistas radiales de Madrid, la de Cartagena-Vera, la circunvalación de Alicante o el llamado Eje Aeropuerto ha precipitado una reflexión urgente: qué hacer ante el fiasco en las autopistas de peaje, que ha dejado un agujero de 3.800 millones de euros; de dónde aflorar los recursos necesarios para adecentar las actuales carreteras, que se estima requieren una inversión anual de 1.600 millones en la red estatal y 2.500 en la autonómica.

Ciertamente, la ruina de algunas de las más recientes autopistas es tributaria de los tiempos de exuberancia irracional, en que existía la tendencia a presentar ofertas agresivas, con planificaciones económicas poco ponderadas y estructuras financieras que apuraban al límite los márgenes de riesgo. Las causas del desequilibrio financiero de estas concesiones van desde los sobrecostes en la expropiación de terrenos hasta una deficiente planificación, pues la media de vehículos que circulan está muy por debajo de las previsiones. Sin embargo, el reto que se nos plantea va más allá de evitar reproducir tanto exceso y de subvenir el rescate de las autopistas quebradas. Ante todo, hemos de ver cómo se planifican las nuevas infraestructuras y se mantienen las actualmente existentes. El actual stock de capital público y privado se halla saturado, pues disponemos de más autopistas que Francia o Alemania, pero están menos frecuentadas.

En este contexto ha surgido la necesidad de decidir si se implanta el pago por uso en todas las vías de alta capacidad, habida cuenta de las estrecheces que atraviesan las arcas públicas. La impopularidad de esta última medida debe llevarnos sin demagogia a un debate nuclear: hasta dónde llega la capacidad de los recursos públicos y dónde deben aplicarse preferentemente los recursos aportados por los usuarios. Se trata, pues, de ver cómo se hace sostenible la red viaria de alta capacidad e introducir, de paso, la cultura del “nada es gratis”. Y en esa tesitura, puestos a hablar de copago, lo más razonable es utilizarlo en aquellos casos en los que tanto el coste de uso como el usuario son fácilmente identificables, esto es, el transporte de viajeros y mercancías, antes que en la sanidad, debido a su enorme componente social y su carácter universal.

Ahora bien, hay que tener presente que ya entre finales de los años sesenta y comienzos de los ochenta del siglo pasado, la forma casi exclusiva de financiar las infraestructuras viarias fue la utilización de fondos privados, recuperados mediante un peaje directo por parte del usuario (pago por uso). Durante aquellos años se construyó la mayor parte de la red estatal de autopistas. Y, si bien disponer de autopistas ha permitido aumentar la competitividad de algunos territorios e impulsar su crecimiento económico, hay que convenir que la utilización del peaje como herramienta exclusiva de financiación ha dado lugar a una red viaria poco eficiente, tanto para el tráfico como para los usuarios. En algunos territorios como Cataluña o la Comunidad Valenciana, además, se han creado agravios comparativos por la diferente proporción entre vías de pago y vías gratuitas. Este agravio es consecuencia del esfuerzo histórico anticipador que se hizo en ellas, mediante pioneras autopistas de peaje, cuando el Estado del bienestar era un espejismo y no se había acometido todavía la construcción masiva de autovías gratuitas, que se llevó a cabo más tarde precisamente allá donde no había autopistas de pago.

Quizás por ello, los modelos llamados de pago por disponibilidad, que se vinculan a determinados estándares objetivos de calidad y mantenimiento de la vía, son hoy los más utilizados debido fundamentalmente a la dificultad que presentan los arriesgados sistemas de pago por demanda (los peajes en la sombra, a cargo de la Administración). Y también al hecho de que, en muchos casos, el peaje en la sombra queda incluido junto con su deuda y déficit dentro de la contabilidad pública. Sin embargo, hay que tener en cuenta que la calidad crediticia de nuestras administraciones se ha deteriorado significativamente, lo que hace muy difícil la continuidad de este modelo.

En este contexto, la Comisión Europea ha ido definiendo una política de tarificación por el uso de infraestructuras. El signo de los nuevos tiempos pasa por financiar con cargo al usuario la construcción y mantenimiento de las infraestructuras, trasvasar tráficos hacia otros modos y reducir los costes externos del transporte. Uno de los instrumentos de esta política es la llamada euroviñeta, que establece las bases para que los Estados miembros de la UE puedan aplicar un peaje a camiones en los ejes viarios transeuropeos. La trasposición de la euroviñeta resulta básica para que no mueran de inanición las carreteras, que en nuestro caso acumulan un retraso en la conservación de 5.000 millones de euros.

Así pues, nos encontramos ante dos opciones antagónicas. A corto plazo, cierto es que la supresión total de los peajes, además de evitar a los usuarios pagar por el uso de las autopistas, les permitiría escoger el itinerario sin el condicionante del pago, lo que permitiría optimizar la capacidad de la red viaria, mejorar los tiempos de recorrido y reducir la siniestralidad. Sin embargo, a largo plazo, algunos de estos efectos positivos podrían verse reducidos, porque la ausencia del peaje provocaría un incremento muy destacado de los desplazamientos en vehículo privado y un descenso del número de usuarios del transporte público. Consiguientemente, esto daría lugar a un incremento de los costes de funcionamiento de los vehículos y de las emisiones contaminantes; globalmente, además, no se podría hablar de beneficios sociales positivos. Por otro lado, exigiría un gran esfuerzo presupuestario por parte de las administraciones, que deberían hacerse cargo de los costes derivados de la construcción y mantenimiento de las actuales vías de peaje.

La opción totalmente contraria, esto es, implantar peaje en las vías de alta capacidad, permitiría diseñar un sistema mucho más equilibrado que el actual, garantizando la máxima eficiencia funcional, a condición de que la red viaria fuera la adecuada y de que las regiones y países vecinos aplicaran la misma política de peajes. El pago de un peaje (blando en la mayoría de casos) generaría además beneficios para el conjunto de la sociedad (por la redistribución del tráfico, la reducción de la contaminación y los accidentes, el traspaso de usuarios al transporte público, etcétera) y también para sectores vitales en nuestra economía como el del transporte de mercancías por carretera, que podría reducir sus costes globales. Se estima que la implantación de peajes en los 15.000 kilómetros de la red de alta capacidad podría generar una recaudación de hasta 14.000 millones de euros.

También es verdad que hay otras opciones: algunos sectores defienden como más lógico que el pago continúe vinculado a la disponibilidad/calidad de la carretera y a su debido mantenimiento a largo plazo, en lugar de centrarlo solo en la demanda/uso. Este esquema relaciona al encargado del diseño y construcción de la obra con el comportamiento de la infraestructura a largo plazo y de manera directa, pero choca con las dificultades financieras. La consultora Deloitte ha llegado a plantear la creación de un fondo público financiero de infraestructuras y que se apliquen las transferencias de capital como mecanismo de cofinanciación. Actualmente ya existe un fondo similar, pero se reduce a las obras públicas que se ejecutan en el extranjero. Esto permitiría a los empresarios planificar sus inversiones y, aunque ello implica menos capital privado, generaría más ofertas a largo plazo. El debate está servido y es inaplazable.

Joan Ridao es profesor de Derecho Constitucional y Ciencia Política UB y UOC.

El País

 
 
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